León Felipe
(España, 1884-1968)
I
¿Y si me llamase Prometeo?
Si Jonas no vive ahora, ahora mismo en mis humores, en mi
sangre y en el barro de mis huesos que es el mismo barro primero de la
Creación, ese librito poético y sagrado de las Profesías no es más que un
cuento milesio;
Si las
llagas de Job no son las mías y no siguen encendidas en mi carne, ese libro
dramático de las Escrituras donde grita la lepra del mundo hasta despertar a
Jehová, no es más que otra patraña patética y dialéctica;
Si yo no
puedo ser la justificación, la prolongación y la corrección de Whitman (he aquí
una corrección: ¡Oh Walt Whitman! Tu palabra happiness la ha borrado mi llanto), la Poesía, toda la Poesía del
mundo no es más que una canción paralítica;
Y si el
gran buitre no está devorando aun mis entrañas y las de todos los poetas
condenados del mundo, Prometeo fue solo un motive griego decorative en un
frontón, en una metopa… y no hubo nunca mitos.
Pero hay
mitos. Hay mitos sin comienzo ni fin. En la carne del mundo se sembraron los
mitos y en esa misma carne han de florecer. Porque nada se ha cumplido todavía.
Y lo que se cumpla, será pro voluntad del Viento y por efrecimiento sumiso y
doloroso de la carne del hombre. Dios pondrá la luz y nosotros las lágrimas.
En el
primer destello mítico del mundo estaba to; y en el milagro de la luz redentora
de mañana me estoy quemando ya.
Y si puedo
decir sin orgullo, yo soy el que recibe la canción, el que la sostiene y la
transmite, es porque tú puedes decirlo también.
Y esto
¿quién lo ha dicho?
`Cambio
de agonía como de vestidos, no le pregunto al herido cómo se siente, me
convierto en el herido.
Sus
llagas se hacen lívidas en mi carne mientras le observo, apoyado en mi bastón.
Ese
hombre que se sienta en el banquillo y es acusado por hurto soy yo, y ese
mendigo soy yo también.
Miradme,
alargo el sombrero y pido vergonzosamente una limosna…`
Sí, sí, ¿Quién ha dicho esto? Esto
lo ha dicho el poeta, cualquier poeta. El-embudo-y-el-Viento. Ahora lo repito
yo. Y lo repito con mi carne y con mi conciencia no con mis palabras nada más.
Y si yo soy ese ladrón que es condenado por hurto, y ese mendigo que alarga el
sombrero y pide vergonzosamente una limosna, también soy Jonás y Job y Whitman
y Prometeo y un lagarto y una iguana… y muchas cosas más. Y mientras los poetas
no puedan decir esto sin orgullo ni humildad y sin que nadie se escandalice,
porque no es más que un signo de presencia y simpatía, con la angustia y la
esperanza de toda la Creación, la Poesía quedará paralítica en las manos y al
arbitrio de todos los que afirman orgullosamente que su yo, con los atributos
personales y perecederos del hombre temporal, es el generador y transformador
de la Poesía del mundo.
El poeta es carne encendida nada
más. Y la Poesía, una llama sin tregua.
El verso anterior al mío es una
antorcha que traía en la mano el poeta delantero que me buscaba, y el verso que
me sigue es una luz que está encendiendo otro en las sombras espesas de la
noche, viendo mis señales.
Vuelvo a decir:
No canto la destrucción,
Apoyo mi lira sobre la cresta más
alta de los símbolos.
Vuelvo a gritar:
El versículo blasfemo de mis huesos
leprosos hará hablar de nuevo a Jeová desde el torbellino.
Afirmo también que vengo de la
sombra y de los sueños
Y si digo:
Mi canto florece en la convergencia
de los mitos, puedo añadir:
Aquí estoy. ¡Miradme! Clavado en
esta roca, con un buitre en el pecho.
Y ese ruido que oís no es mi
lamento, son las oceánidas que me lamen los pies y humedecen mis párpados.
Sobre las aguas amargas se inclinan
para salvarme las estrellas;
bajo su luz, el mar trabaja, muerde la roca,
lima las cadenas…
y cuando Prometeo se levante, nuevos
timoneles conducirán la quilla del Parnaso.
II
Poética
de la Llama
Riman
los sueños y los mitos con los pasos del hombre sobre la Tierra. Y más allá y
más arriba de la Tierra. Nos lleva una música encendida que hay que aprender a
escuchar para moverse sin miedo en las tinieblas y dar a la vida el ritmo
luminoso del poema.
Mis versos tal vez no sean por
ahora, más que una flecha y un incidente que yo recojo atento para que no se
extravíen en la brisa primera de la aurora poética que viene. No son poemas
todavía, es verdad. A veces no es más que biografía. Pero la poesía se apoya en la biografía. Es biografía hasta que se hace
destino y entra a formar parte de la gran canción del destino del hombre.
Un escrito sin rima y sin retórica
aparente se convierte de improviso en poema cuando empezamos a advertir que sus
palabras siguen encendidas y que riman con luces lejanas y pretéritas que no se
han apagado y con otras que comienzan a encenderse en los horizontes
tenebrosos.
De esta experiencia han de salir los
principios de la nueva Poesía del futuro, que tal vez podamos llamar algún día
la Poesía prometeica de la llama. La llama es la que rima. Un día la Poesía
será un ejército de llamas que dé la vuelta al mundo; Prometeo será legión, y
muchedumbre los que trabajan con el pecho abierto y la palabra encendida.
Encendida y aprendiendo su lección de las estrellas. La retórica del poeta está
escrita en el cielo.
Los sueños, los mitos y los pasos
del hombre sobre la Tierra se llaman y se buscan en la sangre y en el cielo
hasta encontrarse en una correspondencia poética, como el tintineo luminoso y
musical de los versos antiguos que se besaron y fundieron para siempre en los
poemas ilustres.
Lo que fue ayer un toro ya no es más
que una constelación. De aquí nací yo. Aquí estuvo mi origen. Y aquí está ahora
mi destino: con signos poéticos escrito en la sangre del mundo y en la
cartografía de los cielos.
No lloro por mi patria perdida. Todo
se traslada y se levanta. La metáfora se mueve y asciende por una escala de
luz.
Francia,
el gallo, voló por el sol, y del estiércol se alzará un día una bandada de
poemas.
Hay ondas sombrías en la mente del
hombre que rompen en las playas azules de una estrella y revierten más tarde,
como un relámpago divino, sobre los mismos surcos de la frente.
Y gritos opacos y blasfemos que
vuelven a la boca en un eco agudo y jubiloso de luz.
Y hay voces de tragedias antiguas
que me siguen para que yo las defina con mi sangre, porque sólo con la sangre
podemos hablar de los que vertieron la suya por nosotros, antes de que nosotros
diésemos la nuestra por los que han de venir.
Abro la puerta roja de mi pecho para
dar de beber a las estrellas, y la
sangre mía que se lleven es la savia por donde voy ascendiendo al elevado reino
de la luz.
III
El
poeta prométeico
Tengo
que repetir unas palabras que ya he dicho otra vez. Importa repetir. Porque hay
que aprender nuevas definiciones. Los antiguos preceptores nos habían engañado.
Los viejos preceptistas retóricos habían definido mal.
El genio poético prometeico es
aquella fuerza humana y esencial que, en los momentos fervorosos de la
historia, puede levantar al hombre rápidamente
de lo doméstico a lo épico,
de lo contingente a lo esencial,
de lo euclidiano a lo místico,
de lo sórdido a lo limpiamente
épico.
Tiene esta virtud en la hora de las
grandes revoluciones humanas. De ordinario es una fuerza general, latente, pero
aun dormida va ganando a los hombres y a los pueblos para las grandes
metáforas, para los grandes trasbordos de la historia. Suele existir como un
símbolo y es comúnmente la conciencia de un grupo de hombres personificada en
un héroe imaginario, nacional o
universal.
El poeta no es aquel que juega
habilidosamente con las pequeñas metáforas, sino aquel a quien su genio
prometeico despierto lo lleva a originar las grandes metáfora:
sociales,
humanas,
históricas,
siderales…
Don Quijote es un poeta de esta clase. Es un
poeta activo y de trasbordo. Y se diferencia de todos los demás poetas
ordinarios del mundo en que quiere escribir sus poemas no con la punta de la
pluma, sino con la punta de la lanza.
Allí donde esté la imaginación ha de estar la
voluntad en seguida:
con la espada,
con la carne,
con la vida,
con el sacrificio,
con el ridículo,
con la pantomima,
con el heroismo,
con la muerte…
La metáfora poética desemboca
entonces en la gran metáfora social.
Cuando el hombre doméstico, egoísta
y tramposo, degrada el mundo y todo lo rebaja; cuando las cosas no son lo que
deben ser, el mecanismo metafórico del poeta es el primer signo revolucionario.
Y antes denuncia nuestras miserias el poeta que el moralista.
La primera aventura de Don Quijote
no es ni la de Puerto Lápice ni la de los molinos como quieren algunos. La
primera aventura surge cuando el poeta se encuentra con la realidad sórdida del
mundo, después de salir de su casa, llevando en la mano la Justicia. Cuando
llega a la venta. No es verdad que nada épico sucediese allí. Allí comienza la
hazaña primera y única que se ha de repetir a través de todo el peregrinaje del
poeta. Porque no hay más que una hazaña en toda la crónica: el trastrueque, el
trasbordo de un mundo a otro mundo; de un mundo ruin a un mundo noble.
Aparentemente no es más que una hazaña poética, una metáfora. Pero es una
hazaña revolucionaria también, porque ¿qué es una revolución más que una
metáfora social?
Don Quijote se encuentra en la venta
con un albergue sucio e incómodo, con un hombre grosero y ladrón, con unas
prostitutas descaradas, con una comida escasa y rancia y con el pito estridente
de un castrador de puercos. Y dice enseguida: Pero esto no puede ser el mundo;
esto no es la realidad, esto es un
sueño malo, una pesadilla terrible… esto es un encantamiento. Mis enemigos, los
malos encantadores que me persiguen, me lo han cambiado todo. Entonces su genio
poético despierta, la realidad de su
imaginación tiene más fuerza y puede más que la realidad transitoria de los
malos encantadores, y sus ojos y su conciencia ven y organizan el mundo no como es sino como debe ser. Se produce
entonces la gran metáfora poética que anuncia ya la gran metáfora social.
Porque cuando Don Quijote toma al ventero ladrón por un caballero cortés y
hospitalario, a las prostitutas descaradas por doncellas hermosísimas, la venta
por un alberque decoroso, el pan negro por pan candeal y el silbo del capador
por una música acogedora, dice que en el mundo no debe de haber ni hombres
ladrones ni amor mercenario ni comida escasa ni alberque oscuro ni música
horrible, y que nada de esto habría si no fuese por los malos encantadores.
Estos encantadores se llaman de otra manera. Don Quijote sabe muy bien cuál es
su nombre exacto, pero para denunciarlos se vale también de una metáfora.
¿Queréis que el poeta prometéico hable más
alto y más claro? ¿Qué se exprese de una manera dialéctica? Pero el poeta
prometéico no es un orador de mitin. Y no es urgente, no es necesario todavía
extenderle un carnet. Nadie debe decir: este poeta es marxista, porque entonces
a Poesía perdería elevación. El poeta prometéico está con vosotros ¿qué más
queréis? Vuestra pequeña revolución económica y social de hoy cae, se defiende
y se prolonga bajo la curva infinita de su vuelo.
IV
Estrellas
dictadoras nos gobiernan
Pero
además de esta capacidad de trasbordo, el poeta prometéico es aquel que sabe
que el gran carcelero del hombre se encuentra en el corazón implacable de los
dioses, que la fatalidad y los signos estelares son los guardan la clave que
abre la puerta de nuestra libertad. No hay dictaduras humanas,
estrellas,
sólo estrellas,
estrellas dictadoras nos gobiernan.
Pero contra la dictadura de las estrellas, la
dictadura del heroísmo. Y se enfrenta con los dioses. Y un día origina la gran
metáfora sideral.
Sófocles y los hados manejan a Edipo de tal
manera que le llevan por los caminos y los recodos de la fatalidad hasta
hacerle desembocar en el crimen y en el incesto. Pero el hombre se yergue.
Edipo se rebela. Y hay un momento en la tragedia en que el rey, bueno en su
corazón, pero desdichado y desamparado, juguete de las estrellas y del autor,
se vuelve contra el genio del poeta ateniense y contra los propios dioses. Aquí
el poeta no es Sófocles, es Edipo mismo. Edipo se le escapa a Sófocles como Don
Quijote se le escapa a Cervantes. Los dos personajes se meten de rondón en la
historia. Vienen ya, en realidad, de la historia. Y el poeta griego y el poeta
castellano no son más que meros cronistas. Edipo es el poeta prometéico que se
va de la obra y se rebela contra el autor; el hombre que se va de la vida y se
vuelve contra los dioses. ¿Por qué, por qué todo esto? pregunta ¿Por qué he
venido yo a ser el amante de mi madre y el asesino de mi padre? ¿Por qué? ¿Por
qué? Y nadie le responde. El autor se calla y los dioses también. Entonces
Edipo se saca los ojos y marcha por las sombras ¡nuevas sombras! en busca de
los dioses. Va el pobre rey ciego tanteando en las tinieblas, llevando en las
manos sus ojos, su tragedia y su dolor como la dádiva mayor que ha podido
encontrar para sobornar el silencio, para vencer el misterio, para aplacar a
los hados. ¿Por qué? ¿Por qué todo esto? vuelve a preguntar. Y los dioses se
callan de nuevo. Ahora es cuando Edipo se sale de la tragedia, de los límites
del círculo, de la retórica y el artificio de la tragedia griega. Estamos en
Colona. Atrás se queda el coro mudo, las hijas espantadas y el mismo Sófocles
inmóvil. Delante están los dioses, el silencio y el misterio del mundo. Edipo
avanza agarrado a las sombras, golpea la tierra con su báculo, las cuencas
tenebrosas secas ya y vacías, maldiciendo y blasfemando. ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué he venido yo a ser el asesino de mi madre y el amante de mi padre? Los
dioses se espantan y reculan. Tal vez no es la hora de hablar… Silencio… Edipo avanza todavía. ¿Por qué? ¿Por qué? Va
a golpear en la puerta de su destino y ya no debe dar un paso más. No es la
hora de hablar todavía… y la tierra se abre cortándole el paso. Los cielos se
encabritan y sólo la tormenta le acompaña. Edipo cae al abismo que le espera a
sus plantas para engullirlo. Y todavía, en el aire, su cuerpo de pelele baja
gritando hasta lo más profundo de la sima: ¿Por qué? ¿Por qué?... ¿Por qué?...
¡Y nadie el responde!
Nadie le responde entonces. Pero han pasado
los siglos, y los hombres y la ciencia han recogido su dádiva, su lamento y su
interrogación. Mañana las estrellas no se combinarán ya más para que caiga
sobre un hombre justo una condena monstruosa e inexorable… Mañana se producirá
la gran metáfora sideral.
Nada importa el silencio de ayer. Los oídos
de Edipo, no oyeron la voz explicativa de los dioses. Todos se le mostraron
adversos. Pero él nos marcó una conducta, porque tal vez hacían falta más
sangre y más dolor para vencer el misterio del mundo. Los viejos pecados del
hombre, los viejos complejos del hombre han levantado en el horizonte una
muralla de sombra y de silencio que sólo pueden derribar la catapulta de
nuestra sangre y la tragedia de nuestra carne crucificada.
El hombre es muy poca cosa, sí. Pero mientras
tenga su sangre y su carne sensible y tendida a todas las tragedias, tendrá una
moneda para comprar el silencio de los dioses. Los dioses lo tienen todo,
¡todo!... hasta el silencio. Pero el hombre tiene su sangre para comprar ese
silencio. Con su sangre el hombre puede negociar con los hados, derribar las
sombras, desbaratar el signo de las estrellas y producir la gran metáfora
sideral.
Y un día los dioses, cuando se creen ya bien
pagados, dicen su palabra por la boca misma del hombre. Entonces el hombre es
el vehículo de los dioses, un corcel en el que pueden cabalgar Júpiter y
Jehová.
Los dioses son el genio creador montado sobre
la conciencia humana. Pero a veces los dioses parece que se duermen cabalgando,
y entonces la cabalgadura se encabrita, se rebela, toma otro camino y cambia su
suerte. Cuando los dioses despiertan, recogen la iniciativa, la enseñanza,
digamos con respeto, la cooperación. Y alguna vez apuntan: No está mal, sigamos
por aquí. La historia la hacemos entre los dioses y los hombres. Y cuando los
dioses se duermen por cansancio o por astucia, es cuando más ha de vigilar el
hombre. Y dar la señal de alarma. La señal de alarma la da siempre el poeta
prometéico.
VI
Fórmula
de Prometeo
Por hoy y para mí, la poesía no es más que
un sistema luminoso de señales. Hogueras que encendemos aquí abajo, entre
tinieblas encontradas, para que alguien nos vea, para que no nos olviden. ¡Aquí
estamos, Señor!
Y todo lo que hay en el mundo es mío
y valedero para entrar en un poema, para alimentar una fogata. Todo. Hasta lo literario, como arda y se queme.
Y no vale menos un proverbio rodado
que una imagen virginal; un versículo de la Revelación que el último slang de las alcantarillas. Todo buen
combustible es material poético excelente.
“Sé que en mi palomar hay palomas
forasteras –decía Nietzche-, pero se estremecen cuando les pongo la mano
encima”. Lo importante es este fuego que lo conmueve todo por igual –lo que
viene en el Viento y lo que está en mis entrañas-, este fuego que lo enciende,
que lo funde, que lo organiza todo en una arquitectura luminosa, en un guiño
flamígero bajo las estrellas impasibles.
Y que no diga ya nadie: esta fórmula
es vieja y vernácula y aquella otra es nueva y extranjera, porque no ha habido
nunca más que una sola fórmula para componer un poema: la fórmula de Prometeo
(México 1933).
Esta es mi estética, vieja ya y
perdurable aún. Vieja porque fue escrita antes de la tragedia actual del mundo,
y perdurable porque dentro de las tinieblas de esta tragedia me sigue
pareciendo la única: la estética de un barco perdido entre la niebla. Hoy más
que nunca es para mí la Poesía fuego organizado, señal, llamada y llamarada de
naufragio. Y “todo buen combustible es material poético excelente”. Todo. Hasta
la prosa. La prosa aquí, ahora, no es ni excipiente ni exégesis tan sólo. Es un
elemento poético que gana calidad no con el ritmo sino con la temperatura. La
línea de la llama es hoy la línea organizadora y arquitectónica del poema. El
fuego tiene ahora una lógica y una dialéctica propias, lo mismo que la razón.
La imagen vale tanto como la ley, pero la imagen encendida. La Poesía de esta
hora, para ganar un lugar en las avanzadas del conocimiento, no ha de ser música
ni medida, sino fuego [[R
Ganaras la luz un poemario único, lleno de vida reflexión y belleza.
ResponderEliminares el reflejo de la vida, o será mejor dicho… la imagen misma de la vida.
El mundo que ofrece esta poesía es simplemente engrandecedor.