Manuel de J. Jiménez
(Ciudad de México, 1986)
La línea terminaba por
situarme a la altura del mar, cerca de la trapisonda, una alfombra conservada
aún en su tinta, delante de la catadura espesa del océano (...)
A pesar de encontrarme frente
a la belleza de los piélagos, recordaba, después de hacer un esfuerzo, que al
mar se le oye siempre desde arriba, como si el cielo y los siete océanos
volvieran a oírse al unísono, con todo su temperamento métrico (...) Los acantilados
se levantaban con sus pliegues, atiborrados de vestigios, de huellas de otra
fauna engañosa, donde los peces yacen en sus mausoleos enlamados. Todas las
fábulas humanas y animales están expuestas en los légamos del desierto. El sol,
instigándome con fuerza, casi derretía mis facciones más prominentes: mi
barbilla se resbalaba en un cono, mi nariz se corrompía.
(...) creí ver una fuente que
se levantó a no muchos kilómetros de la bahía. Al focalizarla, crecieron más
fuentes de ella y pequeños chorros torcían sus cuellos como una hidra.
Tomaba el tranvía de regreso, decorando las calles de Miraflores,
siguiendo los vaivenes en las puntas de Barranco. A veces lo acompañaba Ramón y
hablaban sobre el final de la estación dorada, sobre la inmensa tristeza de
tener dieciséis años y el fracaso empañando los anteojos. Ellos que recién
empezaban a vivir sorteando la conjuntivitis causada por el crepúsculo de su
ciudad. Mañana, uno de ellos podría escribir sonetos para la clase de
literatura, pero ahora lo importante era la visión periférica, la vida por
encima de las alturas de simiente. Rafael se quitaba el terno para cambiar de
identidad, o por lo menos, disfrazarse para sus tías beatas, que no entendían
nada de la belleza figurativa. Su nombre era una marca roja para la bohemia,
nadie necesitaba un graznido lírico en la familia.
Los surtidores se malversaron
con metros de arte menor, ya no se divisaban desde el litoral. Ahora los
manantiales nacían entre los acantilados, como raíces transfiriendo cada una de
las eras geológicas bajo sus aguas.
Quedé perplejo ante el baile
en ascenso de los ríos subterráneos, ante la gimnasia, con su giro que regresó
como una tromba de asteriscos. Miré aquello como un ballet de sombras mojadas,
en equilibrio con todos los componentes del mar, suelo y aire (...) Más allá
están los manantiales que se distienden en una lámina.
Al mirar la cantidad de luces
traspasándome, saqué mi escapulario y repetí su nombre haciendo una letanía con
la naturaleza (...) El ambiente me tenía confundido: se revelaban los bloques
acuosos. Conocía los manantiales, las fuentes, pero no podía ir delante de mis
sentidos. Por un lado, las pilas persistían, inmaculadas, sin movimiento,
tétricas, en espera de que alguien bebiera sus aguas bautismales o degollara la
percepción de una lupa. Por otro lado, crecían los veneros como centellas del
magma, participando del calor y las venas que recorren el pensamiento vivo en
una ampolleta. Algunas nacientes brotaban con la lentitud de un loto, confundían
sus aguas cerúleas, sus troncos, con los pétalos alegres de la Anunciación. Los
grifos, dañados a causa de sus goteras, calculaban eternamente la distancia de
su boca al suelo, de la cascada al ojo.
Expiando sus vaguedades verídicas, recordaba más como el joven De
la Fuente Benavides y menos como el histriónico Martín Adán, a su primer amor.
La niña nívea de doce años y uñas negras, alejada en un pueblo ingenuo de la
maquina eléctrica. Aunque fea, sus ojos mostraban un candil que avivaba los
deseos de cualquier leninista púber. La sierra a punto de hervir. Por eso,
Rafael pensaba en esas líneas que escribió para ella con tanto esmero: “Y su
almita se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado
mortal”. Supo después que Magda no se había casado con ningún cristiano viejo,
sino todo lo contrario. También supo que sus pulmones nunca aliviaron la
intoxicación: el aroma a sol de patio, a escuelita. La tinta ya seca e
irrecuperable: el primer amor enquistado.
Caía el agua
de mis fosas, boca, ojos y oído en secuencia. Temí vaciarme en agua o en un
líquido casi amniótico. Nuevamente: fosas, boca, ojos y oídos.
Estaba a salvo después de
recibir un ungimiento sacramental, después de que las aguas me tocaran la
frente y colocaran una señal efímera en mi ojo (...) El sol se deformaba a
través de ese cristal, el canto de las focas onduló entre las elasticidades del
céfiro.
Aquellos flujos bebí uno a
uno, delante de mi cuerpo que permanecía fuera de mí, en un devenir pócima.
Probé aguas minerales que oprimían mi mente para darle un juicio a las luces;
probé las aguas aéreas que limpiaron mi esófago tóxico de muletillas; probé las
aguas radiales que limpiaron los enunciados con suma dificultad (...)
Poco a poco, enrojecido y con
parálisis, volvía a ver las correlaciones del paisaje, los cordones que unían
una roca con otra roca, las cadenas que sujetaban el perfil moche de los
acantilados. En medio de esto, con gran atención, seguía los movimientos
minúsculos de un jacarandá remoto. No podía perderlo de vista, porque a su paso
crecían otros jacarandás que eran una réplica del primero, pero con los
contornos glaucos y deslavados. La formación de estos árboles me perturbaba
porque parecían soldados contorsionando sus cabezas. Avanzaban o retrocedían en
cuadros, después, avanzaban o retrocedían en rombos. Algo en mí me dijo que
únicamente tenía que seguir al jacarandá maestro, que se trasformaba en el
pretor de esas provincias gramaticales. Pregunté a cada árbol sobre su mentor,
éstos me achacaban con el mismo ardid retórico: las mismas palabras remachadas
en sus referencias, en sus razones ampulosas. Supe que si quería encontrar al
maestro, tenía que ignorar las fórmulas: hablar siempre en metáfora. Así que
recordé algunos versos continentales y los combiné rudimentariamente con los
míos (...) Usé la punta más filosa del sonido y saqué la “a” del subsuelo.
Finalmente, entre las hojas caedizas del maestro, sopló la palabra “calla”,
“calla”, “calla”, “calla”.
Caminé hacia el sur con los
labios secos, con las uñas encallecidas por el temple desértico (...) El sol
defendía su territorio con la majestad de un tigre blanco, con floretes
alrededor de su cabeza descollada. Las rocas se alzaron encima de las dunas
como sapos celadores. Por suerte, llevaba agua de las fuentes para no morir. El
desierto se contraía y dilataba como una membrana solar, se entiesaba con las
fibras, ante el tacto de las jorobas. Las dunas progresaban hasta donde la
vista ya no regresa de vuelta, hasta donde la percepción se desleía en un
huracán.
Conforme iba avanzando, el
clima reconocía algunos patrones, cierta bondad arbórea. La geometría construía
helechos, tréboles, eucaliptos y pinos. Pensé que tal vez esto se debía a otra
visión más, una fantasía atroz de la espiral dariana; así que con restos de
cáñamo construí una honda y apunté contra todos los objetos a fin de no vivir
un solipsismo (...) El Trópico de Capricornio cruzaba como un misil diamantino,
zanjaba los cielos a la velocidad de la luz, sin que las nubes notaran el corte
letal. De nuevo, la geometría erigía helechos, tréboles, eucaliptos y pinos.
Caminé por largo tiempo en círculos, en ángulos errados, hasta que uno de mis
pies aplanó una uva.
Se sentó en el umbral de la casa vieja, traía esa silla parca,
pequeña pero fuerte. En el barrio de Villa Alegre, los días pasaban con cierta
parsimonia, yéndose poco a poco, despidiéndose con mucho cuidado. Él despertaba
temprano cada día catorce, madrugando junto a su padre, tomaban algo de agua y
partían rumbo a la campiña. Caminaban por largas horas siguiendo la ruta
instruida por los años, tocando las mismas huellas frescas de hace un mes.
Paciente, Nicanor escudriñó entre los espinos, sacando los huevos de diuca. Se
relamía la boca sólo con verlos. Los nidos permanecían en silencio, pero el ojo
del ave se prolongaba lento, sin cesura. Nicanor juraba que ese manjar es lo
más delicioso que ha probado hasta entonces. Nunca olvidó llevarles huevos de
diuca a Hilda, Violeta, y Roberto.
Las uvas se
duplicaron ante los sonidos de mis palmas, se multiplicaban en franca oposición
al horizonte magenta.
Atrás dejé sus decimales
exactos, sus lindes fetichistas. Las uvas continuaban duplicándose en una
meiosis furtiva, sin miedo de experimentar una degradación celular. Las parras,
convulsas, mascullaron fórmulas paroxísticas en sus hojas; los troncos
mostraban sus tiras arteriales. Otras hojas dentadas, levantaron sus aletas
como queriendo planear encima de mi voz, pero en vez de eso, se sumergían (...)
En ese entorno, recosté la
cabeza, caían mis brazos como lingotes, mis pies se tornaron postes mohosos.
Dormí o soñé entre las uvas (...) En el pensamiento sólo eran las uvas, en su
contorno liso, persistía una aproximación a la materia: celdas vibrantes de la
lengua. Las uvas dominaron el espacio del aire, flotaban los racimos como
diagramas donde lo único ajeno a ellas era yo como individuo.
A él le saltaba el corazón en una fiebre numérica, en una
transferencia de valores imaginarios. La tarea fue encontrar patrones más o
menos fijos o estables entre el 64 y 32, más allá de su paridad, de ser
divisibles entre un 2 insostenible. Ella, para bien, sumaba 5, aunque el número
se paralizaba por el 10 que él sumaba. También 64 – 32 era igual a ella, a su
edad matemáticamente perfecta: hermosa. Si le quitaban a Nicanor la mitad de
sus 64 años, aparecería aquella mujer abstracta y categórica, sin lugar a
error. Él sabía que las matemáticas no eran imaginarias, representaban su
última defensa contra las ilusiones. Caviló y se limpió la frente con su
pañuelo imaginario y después miró un rostro reflejarse en el espejo imaginario.
En el balcón imaginario, lleno de grietas imaginarias, la miraba partir por
última vez del brazo de su esposo. La mujer le dirigía señales imaginarias que
no supo cómo interpretar. Aquellas significaron una verdad imaginaria, una vida
imaginaria dispersa en polvos imaginarios. Tiempo después, la mujer se suicidó
y palpitaría una vez más el corazón del hombre imaginario.
Las uvas me
encerraron en sus cuerpos, en sus óvalos de soliloquio, entre las curvas que
rebotaban mis palabras, reproduciendo mi voz en un fractal.
La conciencia se hizo más
difícil de soportar. Sólo sabía una cosa: las uvas me encerraban en sus
cuerpos, en sus óvalos de soliloquio, entre las ramas que estriaron mis sienes
(...) Todo el aire era una uva, una efigie. En el chiflón, se colaban las uvas
como costuras de amatista; con el siroco, las uvas hervían para perfumar el
bosque; con el cierzo, las uvas espolvorearon pinos y marañas.
El cuerpo de las focas perdía
su consistencia por la dimensión del óvalo, la convexidad volvía siempre a la
parte externa, formando una elipse, simétrica respecto a cualquier eje trazado
y pintado por el color. Miré el bailoteo de tonos, y entendí lo variopinto en
la masa luminosa (...) Los circuitos de uvas negras eran adivinatorios, sujetos
a una proporción de destino y casualidad en su sabor. Las uvas púrpuras,
extensas ante la vista, eran señales de ruta, marcas que conformaban cualquier
mapa posible en la cabeza, bajo el área subliminal de la voz. La especie dorada
propiciaba el milagro de la proporción: el equilibrio dentro de las demás
figuras. Las uvas rosadas eran campos ambivalentes entre el afuera y el
adentro: oráculos de dicotomías. Las uvas marrones eran salvas tiradas al aire
a fin de reconocer cualquier identidad en juego. Finalmente, las uvas níveas
condonaban cualquier error, cualquier desajuste en cálculo emocional.
Mi mente
trastocada cayó entre las sustancias uvoides, entre los sólidos, líquidos y
gases. Enfrente de mí, yacían los animales uvados, las montañas uvadas, los
árboles uvados, las lagunas uvadas, los riscos uvados, las flores uvadas. No
existía manera de detenerlos (...) [[R
De Interpretación Celeste
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