Horacio Lozano Warpola (Querétaro, 1982)
Mi suerte con las medusas comienza una mañana en una playa
mexicana del Pacífico Sur. Anabella tomaba el sol bajo unos lentes oscuros que
le cubrían casi todo el rostro. Sus labios brillaban vaporizándose en un
espejismo de aceites eléctricos y energía solar. No llevaba sujetador, sus senos
resplandecían lanzando micropuntos de contraluz provocados por los granos de
arena que se habían pegado con saña a su magnífica piel. Anabella era una
apasionada del mar. Se aspiraba la brisa marina como si fuera un talismán de
sustancias amorosas. Lograba inhalar hasta el último vapor que el océano
levantaba desde las olas más salvajes. Siempre supe que sus pulmones eran
salados. Que se conservarían por cientos de años. Encurtidos. Bloqueando a la
magia negra.
Me gustaba atisbarla desde lejos. Me hipnotizaba su
bronceado parejo y diabólico. Caminé por el borde de la corriente. La espuma
blanca burbujeaba sobre mis pies. Iba recolectando algunas piedras blancas y
ahí estaba. La medusa. Idéntica a como las había visto en la televisión. Sabía
que eran violentas. Tomé un vaso de plástico y la guardé allí. Corrí y se la
mostré entusiasmado a Anabella. Me dijo con seriedad que ahora era responsable
de aquella criatura, que tendría que cuidarla, amarla, respetarla, y en dado
caso de que muriera, darle un funeral digno. Tienes que tratarla con la
delicadeza de una amante, dijo bajándose las enormes gafas para mirarme
fijamente. Definitivamente esto no es un buen presagio, pensé, la voy a
regresar al Océano Pacífico.
Anabella
me sonrió, dientes blancos, mi reflejo triste en sus gafas. No estaba seguro.
Mientras caminaba por la arena caliente hacia el mar, observé a la medusa
revolcándose en el fondo del vaso, parecía gelatina de anís, plástico para
cuadernos. Me armé de valor y la bebí. Sentí cómo pasó por mi lengua, luego la
intenté tragar y se adhirió a mis anginas y a mi tráquea; el agua salada salió
brotando por mi nariz. Caí asfixiándome a la arena caliente, con mis manos
apretando mi cuello, y justo antes de perder el conocimiento, supe que acababa
de beberme a mi amante. El sol ennegreció. Anabella, su piel mapeada de
refracciones, esnifando del mar, presenciando la muerte marina [[R
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