Génesis Guerrero Gutiérrez (Guadalajara,
1993)
El líquido amniótico envuelve la cápsula, mece el pedazo de
carne y lo mantiene caliente durante todo el proceso de gestación, finalizando
cuando las aguas de la madre cumplen su cometido y el desarrollo del embrión
termina. Al expulsar el feto sano, se piensa que éste se encuentra preparado
para conservar en el mejor estado posible su propio mar interno, nace con un
nivel perfecto de hidratación, por lo que sus órganos funcionan excelentemente,
su piel brilla y envuelve músculos jugosos, blandos. Así comienza una vida
fresca en un cuerpo nuevo al que se le tendrá que enseñar a controlar lo mejor
posible la entrada y salida de los fluidos, la conservación de humedad hasta el
día de la muerte.
Los litros
de agua pura y mezclada que se encuentran dentro del cuerpo no sólo conceden la
satisfacción de las necesidades básicas humanas sino que incluso responden a
cualquier estímulo emocional o corporal, y al mismo tiempo se requieren para
experimentar adecuadamente tanto las sensaciones anímicas como las físicas. En
el caso del placer gastronómico, por ejemplo, todo tiene origen en la emanación
del mar baboso, producto del antojo y cuyo goce no existiría sin esta humedad
de garganta, paladar y lengua, que impregna en la boca los sabores del bocado y
permite tragar las mascadas sin sentir dolor.
Pero cuando la ingesta de sólidos resulta dañina en la
estuación, los manjares son rechazados y se combinan con porquería aguada en
remolinos de lodo, terminan siendo lanzados lacerantemente por estrechos
orificios o en su defecto, devueltos por la misma abertura que antes les sirvió
de ingreso. Esto es llamado enfermedad y también ocurre luego de la aparición
de malignos virus y bacterias gripales, quienes espesan los salados zumos
corporales para volverlos viscosidades aceitunadas.
De igual
modo sucede con los excesos de cualquier sensiblería: el mismo fenómeno náutico
es provocado aunque las aguas adopten distintos hedores, sabores y tonos
dependiendo de la causa. Por ello, la conmoción afectiva en cualquiera de sus
formas impacta al cuerpo ocasionando maremotos, haciéndolos escapar por los
lagrimales. El agua salina llega al rosto y lo moja; la alegría, el enojo y la
tristeza levantan insólitamente el oleaje hasta que éste se vuelve
incontenible.
Todos estos
caldos íntimos son secretos y generalmente se debe fingir que no los hay en su
totalidad. La orina, el sudor, la saliva y los fluidos genitales no son
compartidos con otra persona mientras que entre ellos no halla la suficiente
confianza como para admitir que los misteriosos aderezos son reales. Cuando dos
humanos deciden que están preparados para reconocer sus mares y compartirlos,
se da el paso hacia lo grotesco, lo seductor.
La cópula
es el derramamiento de líquidos necesarios para la agradable fricción que
acometen los bordes de la carne, los muelles; es el intercambio de chorros
amargos que si bien puede resultar mortal cuando se trata de aguas contaminadas
o putrefactas, también es posible que desencadenen un espectáculo monumental.
Por cuestión de segundos, ambos mares se transforman en un gran océano y
lúgubremente acaban siendo tres piélagos completamente inalienables. Así es
como se vuelve al principio, como acontece la preservación: de la falta de
pudor aflora el germen de la vida.
El final es simplemente la
deshidratación total, la interrupción del ir y venir de la sangre. Se muere
cuando la marea muestra empeño en quedarse quieta, cuando el mar deja de producir
olas y el reposo de las aguas extingue todo lo que en ellas habitaba, las seca,
termina por evaporarse la última gota de energía y se suspende la palpitación
de las entrañas. La muerte convierte al líquido en polvo, aquellos fructíferos
epitelios se modifican y adquieren la pinta de corteza agrietada. Los mares del
cuerpo, inevitablemente, terminan siendo comida para la tierra[[R
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