Itzcoatl Jacinto
(San Miguel Totolapan, 1989)
–¿Cómo te llamas?
–pregunta Eduardo, con los ojos afilados, mientras pide un escocés en las rocas
y un sex on the beach para la chica que pretende cogerse. Ella se muestra
esquiva, pero los flirteos siempre son así: cede tras un guiño apenas visible
entre las vertiginosas luces que invaden el lugar.
–Leonora –el nombre le
suena familiar a Eduardo, aunque no le importa mucho–, pero, si no te incomoda,
prefiero que me digas Chula –remata la india de ojos almendrados y vestido Dior
en blanco perla, combinación chocante y al mismo tiempo perfecta, pues su
belleza es contundente, según la perspectiva de Eduardo.
El barman deja los
tragos sobre la barra, observa a Eduardo con azoramiento y se va. Leonora ni
siquiera se percata de su vaso, en tanto que él apura el whisky de un sorbo. Le
tiende la mano para invitarla a bailar, ella sólo sonríe y se adelanta, dándole
la espalda. Él la sigue, satisfecho de que las cosas se dificulten, cualquier
otra habría estado ya con la boca ocupada en su entrepierna. La india es gata
baleada, se relame Eduardo.
La música enfatiza las
formas de los muslos, los senos y la cintura de Leonora sobre el satén, su
cuerpo impone el ritmo. Él la sigue. Piensa hacer lo que ella quiera. Le
permite rodear su cintura, bailan untados el uno en la otra. Ella mete su mano
izquierda en el bolsillo del pantalón de Eduardo, sus dedos juguetean y él no
soporta más, la besa. Un beso rápido que los obliga a salir pronto del lugar,
subirse al convertible de Eduardo, fugaz en la búsqueda de un hotel, y entrar
al primero de cinco estrellas que vieron. Él paga la habitación con su tarjeta
de crédito. El recepcionista lo ve con la misma mirada del barman. ¿Para qué
tanta prisa?
Ellos olvidan detrás el
elevador y corren por el pasillo. La alfombra colecciona sus pasos junto a
muchos otros de apuros semejantes. Más calmado, Eduardo desliza la tarjeta para
abrir la puerta, sujeta a Leonora por el talle; no la separará ni un centímetro
de sí, quizá no haya segunda ocasión y prefiere aprovecharla cada instante.
Entran. Eduardo no
enciende la luz, sus manos están ocupadas en las nalgas de Leonora que evita,
incluso, suspirar. En cambio, él gime, resopla, sus labios provocan explosiones
de saliva, cuyo escándalo ilumina la estancia. Sus propias piernas lo hacen
caminar a tropiezos hasta la orilla de la cama. Arroja con cierto salvajismo a
Leonora sobre las cobijas. Él cree verla a través de la oscuridad, sonriente,
los ojos exacerbados de ausencia y necesidad, su piel abierta como las piernas
que ostentan una vulva florecida. Eduardo imagina los pliegues por saborear
cuando su lengua pase entre ellos; maquina los movimientos futuros en su mente
para no sólo meter y sacar su verga sin mayor sentido. La Chula es un cuerpo
donde sus otros miembros pueden realizar maniobras más audaces.
Él hace por desnudarla,
pero ella se resiste. Lo toma por la camisa y empuja fuertemente contra la
pared. El golpe enardece la piel de Eduardo. La Chula abre el cierre del
pantalón para que sus dedos especulen sobre el tamaño de la verga, pujante bajo
la ropa interior. Ella pica el músculo con sus uñas, él siente descargas
eléctricas, tiembla, solloza. Al poco rato, sin darse cuenta, Eduardo termina
desnudo, magnetizado por el alto voltaje de las caricias. La Chula trabaja su
pelvis con técnicas propias de un cunnilingus, suaves y precisas. Él no aguanta
mucho tiempo y eyacula. Su diafragma se contrae frenético en suspiros que
tardan en sofocarse.
–Espera –pide Eduardo,
jadeante. Agarra su pantalón. Va al baño. Cierra la puerta y enciende la
lámpara del espejo. Saca su billetera y de ésta un sobrecito de cocaína. No
piensa esnifar nada por ahora, tiene un plan distinto. Sostiene bien su pene.
Toma una porción mínima de polvo con su dedo índice y lo frota en el glande,
mezclándolo con los restos de semen. Percibe un cosquilleo incontrolable.
Alcanza una segunda erección, más explosiva, piensa. Vuelve junto a la Chula.
La encuentra en la cama,
aún vestida. Lo obliga a recostarse y se coloca encima de él. Ella no usa
interiores, su vulva le moja directamente el abdomen. Eduardo quiere penetrarla
de inmediato, mas la Chula pospone el acto clavándole las agujas de sus tacones
en los pectorales. Duele. Sin embargo, la presión sanguínea de su pene aumenta.
Eduardo, desbocado, avienta a la Chula y se arroja sobre ella. A tientas, busca
cualquier orificio donde pueda meterle la verga y da con el ojo del culo, o al
menos eso parece. Escupe su mano para lubricar. Un solo golpe basta para
internarse por completo en ella.
Cuando Eduardo llega al
segundo orgasmo, la soledad lo hace suyo. Tiene miedo, pero logra un sueño
profundo.
Eduardo amaneció al mediodía.
Su cuerpo era desarticulado por dolores contusos, aunque le resultó extraño no
ver las marcas de las zapatillas en su pecho ni moretón alguno de los besos de
Leonora, quien, sobra decirlo, ya no estaba a su lado. Amplificó su mirada para
capturar bien los detalles del escenario: las sábanas volaron y ahora anidaban
en la lámpara del techo, sus calzones posados en la cómoda tenían una sonrisa
por cada arruga, –sin saber cómo– una
puerta del armario yacía sobre el piso hecha pedazos. No obstante, ningún
rastro de Leonora. Bueno, es una gata sigilosa, se consoló Eduardo,
melancólico, pues era evidente que no habría otro encuentro.
Una hora después, bajó a
la recepción a regresar la llave y pagar los daños. Lo atendió el mismo hombre
de la noche. Sólo por curiosidad también preguntó a qué hora su acompañante
había dejado el hotel, claro, si la recordaba.
–Perdóneme, joven, usted
llegó solo anoche, bastante apresurado, pensé que alguien llegaría más tarde,
pero no fue así, ¿está usted bien? –Eduardo perdió el aliento, preso del
desconcierto, y salió del hotel. Estuvimos juntos allá arriba, cavilaba,
sentado frente al volante de su Mercedes SLR negro. Decidió regresar al antro y
preguntar por ella. Era temprano, mas el barman estaba tras la barra preparando
el arsenal. Él explicó algo similar a Eduardo, lo vio solo; sí, Eduardo pidió
dos tragos, lo que le pareció raro, sin embargo, eso no le importó, muchos
hacen eso para no perder tiempo.
–¿Cómo crees? Ella
estaba conmigo, se llama Leonora, muy bonita, me dijo que le decían la Chula.
– Ah, ahora comprendo,
caíste justo como los demás. Mira, yo no creo en esas cosas, pero muchos
cuentan la misma historia, se ligan a la Chula aquí y al otro día están solos,
adoloridos, vienen a buscarla y nadie les puede dar señas de ella, porque nadie
la conoce. O todos son unos orates, disculpa, eso pienso, o ella los pendejea
como quiere y sabe cuidarse. Aunque, esto es lo que no creo, para varios, la
Chula está muerta y le gusta aparecerse por acá, llevarse güeyes a la cama y
ponerles el susto de su vida. Yo nomás te cuento lo que sé.
–Eso es lo que sé
–contesta Anabel, hermana gemela de Eduardo, a éste luego de que le platicara
todo–. Camila me lo contó, Leonora era su novia; solían ir los viernes en la
noche a ese antro, cada una se ligaba a cualquier pendejo, los hacían gastar en
hoteles caros para dominarlos. Aunque a ti te fue bien, hermanito, Camila dice
que después de emborracharlos los amarraban para que vieran cómo cogían ellas
dos, les encantaba verlos sufrir con sus erecciones, a veces los obligaban a
tener sexo entre ellos; Leonora siempre sacaba a relucir un revólver en el
momento indicado. Pero bueno, eso acabó cuando Leonora desapareció en Madrid el
año pasado, la pobre de Camila todavía le llora, porque está segura de que la
secuestraron y luego la mataron. Se alegró al enterarse de las recientes
apariciones de Leonora en el bar, la ha buscado, sin suerte, pareciera que
muerta se volvió heterosexual. Lo siento por mi amiga… y por ti, claro,
querido, se ve que te marcó la indita. Nos vemos en la casa, llega temprano,
papá va a ir a cenar –Anabel se despide de él besándole los labios. Eduardo
apenas distingue el sabor a martini en la lengua de su hermana. El letargo en
que se encuentra abigarra sus sentidos.
El ruido se amortigua en el interior del baño de mujeres. Eduardo esnifa
una línea de coca para galvanizar su ánimo. Sale y avanza hacia la barra.
Ignora los cuerpos alrededor y sus ritmos, atenderlos sería ir contra su
estrategia y perder la posibilidad de lograr su objetivo. Afila sus ojos. El
barman lo mira alucinado. Eduardo se limita a pedir un escocés en las rocas y
un sex on the beach. Prepara bien las palabras, está convencido, pronto podrá
preguntarle su nombre otra vez. La mirada almendrada aparece perfectamente
definida entre las luces del lugar[[R
----------------------