Andrés Galindo
(Ciudad de México, 1974)
Medias caladas, vestido
negro, labios rojos, rubia, guantes y un cigarrillo; como Rita Hayworth en
Gilda. Ya sabes, un lugar común. Pero en 1948 eso era nuevo. La primera vez que
la vi fue enfrente del Salón México. Le ofrecí fuego y ella me tendió el
cigarrillo; no sabía fumar, pero le gustaba guiarse por apariencias. Caminamos
hasta el Tacuba. Llegamos a tiempo para guarecernos de la tormenta. Dos semanas
después me presentó a su familia.
Su madre era una mujer
loca que defendía a los animales por encima de todo y de todos. Decía que la
compañía de los animales era más placentera que la de cualquier hombre. Sí, sí,
ya sé que eso también te parece un lugar común; pero es que hoy medio mundo
defiende los derechos de los animales. Antes no era así, uno podía ir a una
corrida de toros sin que nadie se ofendiera. Su padre era un exrevolucionario
que había peleado al lado de Villa. Antes de que terminara la revolución se
robó a su mujer y la trajo a la ciudad “nomás para enloquecer”. Tenía un
hermano y una hermana. Andrés era un idiota que más de una vez había pisado la
Castañeda. Constanza era una muchacha ya pasada de años; una quedada, digamos;
muy linda eso sí. A mí me gustaba. Pero en ese tiempo era cosa de aprovechar a
la más joven.
Solíamos caminar por la
alameda y alguna que otra vez nos metíamos al cine. A mí me gustaban esas
películas de gánsters, donde siempre era de noche. No puedo decirte que no era
un macho, porque en ese tiempo tenías que serlo. Te diré que hasta me hubiera
gustado ser un matón, como el de aquellas películas. Me hubiera gustado matar a
ese idiota de Andrés, que siempre estaba molestando cuando iba a dejar a Flor.
Se me tiraba encima y comenzaba a darme golpes indiscriminadamente.
Con Constanza me llevaba
bien. Había noches que, mientras Flor preparaba la cena, yo le hablaba de mi
tierra natal, Zacatecas, y ella me hablaba de novelas rosas y de poesía.
Pedí la mano de Flor
antes de que terminara el año. Ella soñaba con el vestido blanco. Hacía planes
y hasta pensaba en el nombre de los niños.
Un día llegué por la
tarde y me recibió Constanza. Flor y su madre habían ido a hacer algunas
compras para la boda. El papá había ido con Andrés a la Castañeda, el muchacho
se había puesto muy violento. No estaba de acuerdo con la boda y eso lo
irritaba más de lo normal. Creo que sentía un amor desmedido por su hermana
menor; ahora lo veo así. Al idiota le hubiera gustado matarme; años después me
llegó la noticia de que había muerto de tristeza cuando su hermana menor
también enloqueció y se tiro a la bebida. Esa tarde Constanza y yo nos amamos
con una furia callada, contenida. Nunca se me van a olvidar sus ojos,
desesperados, clavándose en los míos. Terminamos antes de que llegaran Flor y
su madre. Yo ya me había ido.
Ya estaba elegido el
vestido blanco y faltaban apenas un par de semanas para la ceremonia. Había
hecho algunos ahorros para la luna de miel; no me iba mal como abogado recién
egresado. Todo estaba listo. Sin embargo no dejaba de pensar en el sexo
desesperado de Constanza. Planeamos la huida por teléfono una semana antes de
la boda. El asunto no salió bien porque esa semana la madre no dejó en paz a
Constanza; quería que le ayudara con esto y aquello. Una noche antes de la
ceremonia le llamé por teléfono y le dije que el plan era ir a Zacatecas a ver
a mis padres. Pero pararíamos en Guadalajara; ahí podríamos encontrarnos.
Dejé a Flor la noche que
llegamos a Guadalajara. Traté de no hacer ruido pero algo me decía que ella ya
sabía lo de su hermana y yo. En la oscuridad del cuarto de hotel alcancé a ver
una mirada de resignación.
Me encontré con
Constanza en la estación de autobuses y seguimos hasta Zacatecas.
Eso fue hace mucho. ¿Por
qué te lo cuento? No lo sé, quizá porque siempre he querido contar esta
historia. Nunca he sabido contarla, hasta ahora que te lo cuento. Quizá sea que
ya nada importa; cada pieza ha tomado su lugar en el tablero.
Constanza se suicidó
tres años después de la fuga. Creo que no soportó la traición a su hermana.
Debí premeditar todo eso desde que entré por vez primera a esa maldita casa de
la calle de Moneda, oscura, fría, con esa familia completamente enferma. Yo
mismo terminé por enfermar.
Mis padres murieron hace
mucho y yo quedé varado aquí, para siempre, en este pueblo de tierra y fuego en
que sólo se oyen ladrar los perros. De la vieja ciudad sólo escucho rumores, y
algunas noches sus sombras me visitan [[R
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