Sara Raca (Jalisco, 1981)
Mi abuela materna era
devota de San Francisco de Asis. Tanto así, que fue sepultada a sus 84 años con
el hábito de Franciscana.
Esa fue su única
petición previa a morir.
Juana Martin era
sumamente católica. En épocas de La
Cristiada, siendo apenas una adolescente, ya escondía un arma debajo de sus
anchas faldas, para luego darla a su padre que a caballo gritaba: “Viva Cristo
Rey”.
En más de una ocasión,
se tiznó el rostro y usó ropas sucias y harapos para pasar por vieja ante los
federales, que robaban y violaban
mujeres a su antojo.
También hubo de
ocultarse por varios días entre las gruesas paredes de la hacienda donde
creció, entre los escondrijos, como
murmullos de ratas, rezando esperaba junto a las otras, que los balazos
calmarán.
Mi abuela fue una mujer
muy hermosa, de los Altos de Jalisco y raíz franco-española. Mi abuelo, ya
viudo a sus 38 años, se casó con ella de 19, y juraba que era un querubín
vuelto mujer que Dios le mandó para no morirse de tristeza.
La guerra cristera
impactó fuertemente a mi abuela y su relación con la muerte. Posterior a esta
etapa pero joven aún, aseguró tener visiones y encuentros misteriosos.
A lo largo de su vida,
en una especie de ensueño/delirio, le fue revelado el fallecimiento de varios
de sus seres más cercanos. Pasaba que ella, de la nada, enfermaba: caía en
fiebre y vómito, y ya dentro de la alucinación se le aparecían un par de
mujeres vestidas negro, muy elegantes, que le hacían la visita en casa para
avisarle que su esposo Jesús, su tía Consuelo, la prima Agripina, su hija
Soledad, su hermano Ignacio u otros, habían muerto. Las señoras de negro entraban en sus sueños y
tocando la puerta, se anunciaban: Juana,
queremos platicar contigo -ella nunca se les negó- te venimos a prevenir que reces fervientemente por el alma de tu difunto… y por tu propia alma; el arma más poderosa contra el demonio es el
Santísimo Rosario, no dejes de encomendarte a él mientras le ofreces tu pena a
San Francisco.
La fiebre cedía y en
cuanto podía balbucear preguntaba por el difunto. A veces le tomaba semanas
confirmar una muerte anunciada, pues varias de ellas se sucedían en la
distancia y debía mandar un peón para reafirmar lo que ya sabía: A la muerte no hay que temerle ni buscarla,
únicamente esperarla.
Otros fallecimientos,
los más dolorosos, como el de su papá, le fueron ocultados por miedo a que
enfermará, pero sucedía lo mismo, las señoras de negro venían y así, ella se
enteró. Siempre mostró resignación ante una virtud tan amarga, y deseó con la
misma entrega, estar equivocada.
Cuando le preguntábamos
por esta situación y su veracidad, se ponía seria y contaba de nuevo la
historia con solemnidad y cautela, como si no quisiera que algo entre las
plantas y los muros de la hacienda, la escucharán. Decía que el sueño y la
muerte son próximos parientes, que había muchas cosas que la gente de ahora ya
no podía ver, pero que nosotras (yo y mis primas) nunca dejáramos de rezar pues
el diablo si existía y donde quiera metía la cola. Creo que también se sentía
culpable de la gente atea que ayudo a matar para defenderse.
El día de su muerte
ayude a vestirla con su hábito de Franciscana:
Sonreía placida, incluso
el ceño entre sus cejas que siempre caracterizó su testarudez –y yo heredé- era
casi imperceptible; fue también, la única vez que le recuerdo despeinada, su
rostro flotaba entre sus cabellos como un mar de hilos de plata, a punto de hundirse
en el sueño para siempre.
La velamos en su casa. Muchas señoras vestidas de negro, elegantes y
guapas, vinieron a visitarla. Al caer la madrugada, pesé a mi terquedad por
velarla toda la noche, quedé dormida en uno de los equipales del corredor. Tuve
un sueño muy extraño: Estábamos todas sus hijas y nietas jugando baraja, como
cada domingo de reunión familiar. Luego aparece ella, vestida de negro y nos
dice que ha muerto
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