por Aurelio Meza
He tratado de
escribir estas líneas no como investigador de la cultura o como escritor, sino
como editor y, sobre todo, como manufacturero. Desde luego que me sostendré en
otros libros que he leído sobre las editoriales cartoneras; es un amor por los
libros el que nos impulsa a trazar los primeros esbozos de un movimiento que en
México ha cobrado fuerza durante los últimos años. Se trata, como el artículo
de Johana Kunin en Akademia Cartonera,
de “un reporte en vivo desde el campo”, y sin embargo busca ver más allá de las
hojas para poder ver el bosque completo.
I. Genealogías y jerarquías en el campo
editorial cartonero
La variedad
de propuestas editoriales que se agrupan bajo el término “cartoneras” muestra
que el objetivo de su creación es distinto en cada país. En Argentina, Javier Barilaro
introdujo la noción de No logo de Naomi Klein a Eloísa, mientras que Washington
Cucurto agregó a la fórmula un elemento “peronista” (como le llama Barilaro en
su ensayo de Akademia Cartonera).
Así, lograron revestir el formato de la cartonera (que es algo muy distinto del
contenido o ideología que cada cartonera le agrega) con una idea lo
suficientemente efectiva como para tener un efecto trascendente dentro de la sociedad argentina. Eloísa fue una respuesta radical a un momento de
incertidumbre política y económica, ensombrecida por el capitalismo salvaje e
inspirada en las cooperativas autogestivas. En el Perú, el objetivo
principal de Sarita es el de formar lectores, mientras
que en México el concepto de las cartoneras se trató más bien de talleres
culturales, colectivos editoriales de número y recursos variables para
encontrar nuevos canales de distribución, fuera de los académicos y/o los
institucionales.
En
Kodama no buscamos tener una proyección social siquiera cercana a la que
realizaron nuestros “bisabuelitos”, Eloísa, aunque desde un principio fuimos partidarios
del copyleft. El nuestro es un
proyecto no social pero sí colectivo, pues en la creación de cada libro hay
docenas de manos que modifican, de una manera u otra, el resultado final. No es
ni un taller artesanal, ni de producción en masa, ni una cooperativa. Sin
embargo, al final es imposible atribuir la manufactura de cada libro a una sola
persona, incluso si el concepto de “autoría” no ha sido cuestionado hasta ahora
dentro de nuestra línea editorial.
Luego de una década del nacimiento de
Eloísa, la editorial cartonera fundadora, en Latinoamérica y el resto del mundo
se ha ido constituyendo (como diría Pierre Bourdieu) un “campo” cartonero en
donde principalmente se ponen en juego un par de elementos cada vez que se
expande el número de proyectos: uno es el trazo de las influencias o genealogías
y otro el mecanismo de reconocimientos, particularmente el derecho de
antigüedad. Muchas cartoneras escriben el nombre de proyectos análogos en la
contraportada u hoja legal de sus libros, lo cual es parte de ese tipo de
reconocimientos que establecen un nexo en común entre colectivos editoriales
geográficamente distantes. Otro de estos gestos, por lo menos en lo que a México
respecta, lo constituye la coedición de proyectos cartoneros, un modo de
publicación que inauguró La Cartonera Cuernavaca. El acto de encontrar a nuestros
antecesores, de reconocer que hay otros “hermanos” similares a nosotros, es
parte de los rituales de cooptación y reconocimiento que constituyen una serie
de jerarquías implícitas en el campo cartonero, en los que la antigüedad del
proyecto, así como el conocimiento de las genealogías y redes de comunicación
de las cartoneras, determinan su posición en el mismo (sin son bienvenidas con
los brazos abiertos o si se les niega información de alguna forma).
En México, el movimiento cartonero
se inauguró en 2008, primero con la aparición de La Cartonera de Cuernavaca y
poco después con Santa Muerte del Distrito Federal. Ambos proyectos tomaron
inspiración de Sarita de Perú, sobre todo La Cartonera, cuyos integrantes tomaron
un taller cartonero con ellos, a partir del cual nació la idea de implementar una
cartonera en México. Mientras tanto, Santa Muerte se constituyó entre la
experiencia de Héctor Hernández con las tendencias poéticas latinoamericanas más
recientes y los experimentos en encuadernación que ya comenzaba a hacer Yaxkin
Melchy a través de uno de sus proyectos, la Red de los poetas salvajes.
Después
llegaron las cartoneras mexicanas de la siguiente generación, entre las que se
encuentran La Verdura, La Regia, La Rueda, La Ratona, Iguanazul, entre otras.
Muchas de ellas buscaron asesoría con La Cartonera Cuernavaca, mientras que
proyectos inspirados en el trabajo de Melchy en Santa Muerte y la Red de los
poetas salvajes propició la aparición de cartoneras como Kodama, Cohuiná, Tegus
y Orquesta Eléctrica. Mientras que las cartoneras fundadoras en diversos países
solían usar nombres de mujeres, santas populares o palabras con género femenino
(Eloísa en Argentina, Sarita en Perú, Dulcinéia en Brasil, Yiyi Jambo en
Paraguay), en algunos casos mexicanos comenzamos a observar el uso de palabras,
e incluso frases, que no hacen esta referencia a la feminidad, aunque siguen
conservando el mote de cartonera. Esta tendencia se agudizó en la tercera
generación de cartoneras mexicanas (como Del Ahogado El Sombrero, que toma su
nombre de una canción, o Bakchéia, Nuestro Grito, Pachukartonera, etcétera), entre
las cuales la asesoría o “iniciación” a través de las cartoneras fundadoras se
difumina a medida que el concepto cartonero se expande por el país.
Sin
embargo, desde el principio, en los nombramientos hubo una variación con
respecto a la(s) predecesora(s). Antes que el movimiento cartonero se
difundiera más ampliamente en México, el acto de nombrar a las cartoneras en las
primeras generaciones (del nombre de una mujer a nombres fantásticos o
inventados) era para Johana Kunin una prueba de que tal cosa como una “red de
cartoneras” no se produce institucionalmente o de forma concentrada por la
fundadora, sino que sucede a través de la comunicación informal entre las
cartoneras y su deseo por colaborar en proyectos de edición. También es cierto es
que en Iberoamérica nuevas cartoneras sí tienen nombres de mujeres, como Olga de
Chile, llamada así por su fundadora, o La Verónica de Barcelona, pero también
hubo incluso un alejamiento de la concordancia de género, como Casimiro Bigua
de Argentina.
Las
diferencias entre cada generación se hacen patentes incluso en el lenguaje: en
este ensayo, por ejemplo, usamos el adjetivo “cartonero” ya no sólo para
referirnos a los recolectores de cartón que existen en muchas ciudades del
continente (incluso la nuestra), sino también al movimiento editorial que
comenzó con Eloísa. La simple aparición de nuevas cartoneras en México, las
cuales no necesariamente conocen todas las genealogías de Latinoamérica, posa
una pregunta que difícilmente cabe (por la incertidumbre que propone) en las
clasificaciones académicas que se han escrito en los últimos años: ¿hacia dónde
va el movimiento cartonero? A lo largo del tiempo, el campo ha desarrollado una
serie de contradicciones que limitan u ofuscan la creatividad tan
potencialmente fructífera que engendra el concepto de la manufactura o creación
manual/artesanal de libros. Para ilustrar este punto es necesario acudir a
ejemplos de México y del resto de Latinoamérica.
El
primer caso se dio a través de una red social. Miembros del proyecto Espacio
Cartonero (librería móvil de editoriales cartoneras e independientes en la
Ciudad de México) invitaron por mensaje privado grupal a todas las editoriales
cartoneras que conocían para que ofrecieran un pequeño resumen de cada proyecto.
Un colectivo de Guayaquil, Ecuador, envió dicho resumen grupalmente, por lo que
todos pudimos leer que se autodenominaban la primera editorial cartonera en esa
ciudad. Otro colectivo saltó de inmediato, y no sólo afirmaron ser los verdaderos
pioneros, sino que también le negaron valor a los libros y los autores
publicados por el primer colectivo. Estos, a su vez, se defendieron alegando
que la carrera literaria de sus autores no podía ser ninguneada. La respuesta lacónica
de la editorial cartonera ofendida me sorprendió mucho y me dejó pensando: “Ser cartonero va más allá de sentarse a pintar y a
cocer”. ¿Qué es ese plus que
se necesita para ser cartonero? A primera vista, la respuesta es sencilla:
conocer los antecedentes, las genealogías. Pero en el comentario también hay
una concepción implícita y subjetiva sobre la autenticidad de lo que cada
colectivo concibe como “la esencia de ser cartonero”. Para algunos será la
postura con respecto a los derechos de autor, para otros el trabajo con comunidades
o grupos sociales en vulnerabilidad; incluso existirán proyectos antagónicos o
que no compartan esta visión, como las dos primeras editoriales cartoneras de
Bolivia, cuyas líneas editoriales, posturas estéticas y hasta políticas son opuestas.
En
Kodama nos percatamos de la importancia de las genealogías y los procesos de
reconocimiento cuando asistimos a la 2ª Feria de Editoriales Independientes de
Cuernavaca en 2011, que constituye nuestro segundo ejemplo. Ahí, los
integrantes de La Cartonera nos obsequiaron un ejemplar del libro de ensayos y
manifiestos Akademia cartonera (U
Winsconsin-Madison, 2008), que ya habíamos conseguido previamente en PDF cuando
recién comenzamos el proyecto en Tijuana. Uno de los fundadores se acercó a
firmarnos el ejemplar y a decirnos que “es importante saber de dónde venimos”.
Como he indicado, Kodama surge de un núcleo distinto pero no ajeno al de La
Cartonera. Sin embargo, con gusto asistimos a uno de los talleres cartoneros
que organizaron en dicha feria y nos llevamos conocimiento empírico que nos
inspiró a fomentar la literatura para niños, lo que desembocó en la publicación
de la antología El mar de las luciérnagas.
Literatura por y para niños y niñas, co-editada con Tegus de Puebla. La
experiencia de conocer en persona a los miembros de La Cartonera Cuernavaca nos
hizo ver que, aunque nos pensábamos caminantes solitarios, siempre hay más de
un rostro conocido en el sendero.
Este
par de ejemplos muestran que nunca habrá una historia transparente, sólida y
oficial de la idea cartonera, sino traslúcida, en ocasiones poco clara,
inestable y con múltiples variantes. Como es costumbre en este tipo de
estructuras gremiales (donde hay iniciados, maestros y “paganos”), el problema
radica en evitar la noción de autenticidad como marco de referencia y
evaluación. Dado que la idea cartonera es una idea abierta (sin restricciones
de derechos de autor o patentes), los ejemplos más innovadores que
encontraremos serán los que más se alejen del modelo de Eloísa.
En
la genealogía de las cartoneras se percibe una especie de sensación mesiánica,
al constituirse Eloísa como la generación 0 o fundacional, la que difunde “la
palabra cartonera”, primero en otros países (pues nadie es profeta en su propia
tierra) y después, de manera indirecta, también en el suyo. Quizá valga la pena
preguntarnos por qué los de Eloísa fomentaron primero la formación de
cartoneras fuera de Argentina. En todo caso, las siete cartoneras que conforman
la primera generación (Animita, Dulcinéia, Sarita, Mandrágora, Yerba Mala, Yiyi
Jambo y Matapalo) pueden ser asimismo conceptualizadas como “apóstoles” que
llevan la idea cartonera a otros sitios de Latinoamérica donde pueda
proliferar. Todas se formaron bajo influencia o tutela de Eloísa,
principalmente a través de Javier Barilaro
(quien participó activamente en la conformación de Mandrágora en Bolivia, de
Dulcinéia en Brasil y de Yiyi Jambo en Paraguay). Sarita es la primera que
recibió influencia de manera indirecta (al conocer primero los libros
cartoneros en una feria del libro en Chile) y sentó las bases para posibles
reaprociaciones futuras del concepto cartonero. En la segunda generación, los
prospectos escuchan la palabra cartonera de manera indirecta, a veces sin enterarse
inicialmente de la existencia de Eloísa. Aunque nunca se buscó que las
cartoneras de las siguientes generaciones fueran “sucursales” de una “matriz” ideal,
y aunque se reconoce que hay una gran diversidad de
formas de organización y producción, en artículos como los de Akademia Cartonera se idealiza la
cartonera al estilo Eloísa, así como la relación particular que esta editorial
estableció con su entorno local y su proyección a nivel continental y global.
Al
observar las diferentes generaciones de las editoriales cartoneras
latinoamericanas, salta a la vista que es precisamente la falta de una
distribución “organizada” del derecho de antigüedad y los rituales de
reconocimiento lo que propicia la diseminación del concepto del libro
cartonero. Por ejemplo, pese a que Animita es una de las cartoneras de la
primera generación, la aparición de Canita, la segunda editorial chilena de
este tipo, no se dio a través de la influencia de Animita sino debido a que sus
integrantes vieron el documental sobre Yerba Mala y decidieron replicar el
proyecto en su ciudad. Algo similar sucede en Argentina: no es sino hasta seis
años después de la formación de Eloísa que aparece otro proyecto editorial
cartonero, Textos de Cartón, que forma parte ya de la tercera generación de
cartoneras, con una línea genealógica sinuosa que va de Argentina a Paraguay y
de regreso (Eloísa-Yiyi Jambo-Felicita-Textos de Cartón) e incluso evade el
apellido “cartonera” en su nombre, lo cual demuestra cómo inicialmente el
formato estaba fuertemente asociado al colectivo que lo desarrolló, por lo
menos en Argentina.
II Aproximaciones al campo cartonero
Quizá sea
necesario hacer un recuento de las características de las editoriales
cartoneras, que a su vez las emparentan con otros proyectos editoriales
independientes:
· Son copyleft. Edgar
Altamirano, poeta infrearrealista, ha dicho que las cartoneras son “disidentes
del ISBN”. Raúl Zurita, por su parte, considera que hay algo profundamente democrático
en la manufactura de libros cartoneros, y en parte eso tiene que ver con la
postura manifiestamente en contra de la mercantilización del libro y la
lectura.
· Promueven la conciencia ecológica, así como la
cultura del reciclaje, reúso y reutilización de materiales.
· Son manufacturadas, es decir, creadas
manualmente.
· Tienen tirajes abiertos o bajo demanda, y dependen
del “éxito” del libro.
· Están basadas en una localidad (locally-based), e incluso
en algunas se observan las características de las organizaciones denominadas grassroots.
· Publican a autores nuevos, olvidados o
censurados,
aunque también se da el caso contrario, pues la legitimación de editoriales
como Eloísa y La Cartonera Cuernavaca tuvo que ver con que autores
establecidos, como César Aira, Ricardo Piglia o Mario Bellatin, cedieran los
derechos de algunas obras suyas para una edición cartonera.
· Como dice
Ksenija Bilbija, des-jerarquizan y
colectivizan el oficio de la edición de libros. La idea de nuevas formas de
colectivizar el quehacer editorial consiste no tanto en armar una cadena de
producción, sino una “actividad hormiga”, con tácticas más propias de la
guerrilla que de un taller o un local de producción.
Por
supuesto, esta enumeración es sólo una de las múltiples combinaciones posibles
al conformar una cartonera. El gesto de establecer directrices que rijan a todo
el movimiento equivale a limitar su rango potencial de acción y sobre todo le
da la espalda a la colaboración para replegarse sobre sí mismo, se vuelve una
competencia, un nuevo intento por fijar y nombrar cánones. El hecho de que
muchas de estas definiciones difieran tanto (sobre todo en torno a los derechos
de autor y el precio asignado al libro cartonero) habla del potencial creativo
inherente a la fórmula artesanal o manufacturera.
Las
cartoneras son apenas la punta del iceberg editorial emergente, aunque están
constantemente asociadas con géneros de poca presencia en el mainstream literario, como la poesía y
el cuento. La clave se encuentra en la palabra “manufactura”, un elemento
imprescindible no sólo para el quehacer cartonero, sino de otros proyectos
emergentes de producción editorial independiente. Por el momento, ninguna
cartonera ha llegado al punto de formalización de Eloísa, salvo quizás
Ultramarina de Valencia/Ciudad de México, lo cual podría resultarle incómodo a
algunos, pues Ultramarina representa la variante o modalidad de la cartonera
como una empresa, conceptualización que poco tiene que ver con los ideales
políticos y sociales que dan forma a Eloísa. Sin embargo, entre estos dos polos
(la cartonera como cooperativa y la cartonera como empresa), hay un sinnúmero
de posibles variantes, las cuales son clara muestra del inmenso poder creativo
que subyace detrás de un libro con tapas de cartón.
A mi parecer, dos elementos son los
que constituyen en mayor medida el potencial creativo de las cartoneras: por
una parte, (re)insertan el libro al discurso social, a través de talleres como
Libros: Un Modelo Para Armar (LUMPA) de Sarita; por otra, propician la apertura
de plataformas de edición para corrientes literarias y culturales emergentes, underground o poco publicadas.
Dependiendo de la editorial cartonera, dichos elementos aparecen en mayor o
menor medida, e incluso en algunas ocasiones operan independientemente. Cada
editorial cartonera busca un público objetivo, una línea editorial más o menos
específica y asigna un valor determinado a sus productos finales. Su éxito
depende no tanto de si sus textos y diseños son “buenos” o “malos” en un
sentido estético, sino de que cubran un nicho de audiencia dentro de una
comunidad (de lectores, de creadores e incluso de manufactureros, sean estos
últimos remunerados o no).
También
es importante hablar sobre las consecuencias que tuvo el “efecto Madison” en la
propagación del movimiento cartonero, tema que fue sugerido por Jaime Vargas
Luna de Sarita: que las investigaciones de académicas y académicos de la
Universidad de Wisconsin-Madison, como Ksenija Bilbija, Paloma Celís-Carbajal,
Djurja Tracovich y Jhoana Kunin, así como de otras universidades de Estados
Unidos, propiciaron la toma de conciencia sobre la existencia de un supuesto
“movimiento cartonero”. Sin embargo, también es cierto que la atención
mediática que han recibido y el impacto a nivel comunitario que pueden llegar a
tener favorecen la proliferación de proyectos editoriales cartoneros cada vez
más alejados de las bases iniciales de Eloísa. No deja por ello de ser irónico
que el primer archivo especializado en editoriales cartoneras latinoamericanas
tenga su sede en una universidad estadounidense, si bien nadie duda de las
buenas intenciones de sus directoras. Sobre todo me parece interesante ver cómo
las fronteras del libro cartonero se delimitan de manera institucional por
espacios como éste, al determinar cuáles de los libros producidos por las
editoriales pueden entrar en su archivo. Por eso en México hemos discutido la
necesidad de que la Biblioteca Nacional, con base en el decreto que le confiere
el poder de recopilar toda la producción editorial en el país, promueva la
formación de un archivo bibliográfico que concentre no sólo los volúmenes de
las cartoneras, sino de todas las editoriales independientes y alternativas
mexicanas.
Bilbija
considera que los libros cartoneros encarnan una resurrección del aura benjaminiana
en torno al arte como objeto, que se creía perdida en el mundo de la reproductibilidad
técnica. Yo creo que, al contrario, arrebatan al libro de toda pretensión
aurática. Los libros cartoneros, aunque pueden llegar a ser bellos, son en
cualquier caso efímeros; no están hechos para durar, sino para reciclar,
refrescar o reutilizar ideas. La unicidad que se le confiere al cartón
destinado para desecho es simplemente un gesto de aceptación frente a la
ulterior e inevitable descomposición de la materia. Más que a la fetichización
que esto puede desencadenar, la manufactura abre la posibilidad de que la
circulación de textos por medios impresos deje de ser regulado y administrado
por círculos sociales ajenos pero emparentados a la creación literaria (como la
academia y el marketing).
Al
ofrecer un acercamiento distinto entre los lectores, los autores y los
editores, las cartoneras constituyen una alternativa a las editoras
multinacionales. En 2013, la venta de los sellos literarios de Santillana
(entre ellos Alfaguara) a Random House-Mondadori, nos deja frente a un
escenario editorial transnacional en Iberoamérica prácticamente monopólico, con
Planeta como la única fuerza que podría realmente hacer frente a Random. En
este contexto, las cartoneras ofrecen sólo unas pocas opciones al
acorralamiento de la literatura latinoamericana y la homogeneización de gustos,
tendencias y autores populares o simple y llanamente comerciales, a la vez que
constituyen (para usar un término del Sub-Comandante Marcos) una suerte de
“bolsa de resistencia” a nivel local. El libro cartonero, en palabras de
Bilbija, “irrumpe en el mundo de las editoriales
transnacionales que constituyen y moldean el espacio global según las pautas
diseñadas por el libre mercado”. Se trata de reivindicar la producción
literaria que no tiene cabida en las grandes librerías de Latinoamérica (en
México pienso en Ghandi y Fondo de Cultura Económica) dado que la mayoría de
los títulos cartoneros no cuenta con ISBN. Esto en gran medida restringe su
distribución en los canales regulados e institucionalizados de estas empresas
(pues no dejan de ser empresas). No obstante, las cartoneras tienen un rango de
alcance local, no buscan revertir o desarticular las fuerzas de la
globalización (lo que para cualquier proyecto independiente parece
prácticamente imposible hoy en día), sino más bien mostrar que las cosas se
pueden hacer de otro modo. Tenemos al internet, el copyleft y la buena voluntad de los creadores de nuestro lado.
Otro
punto a tratar es la posición de las editoriales cartoneras frente a las
instituciones culturales y sociales. La idea de Eloísa es no tanto desmantelar
sino hacer frente a la producción elitista y burocratizada de los libros. En
gran medida, y aunque Cucurto soñara con que el Estado argentino “le diera
galpones grandes” a proyectos como el de las editoriales cartoneras, un libro
cartonero es una competencia directa tanto al mercado editorial como a las
instituciones reguladoras. Es una muestra de disidencia, en tanto que no se
acepta el canon ofrecido por catálogo y se buscan nuevas soluciones en otros
sitios, incluso en la calle cuando es necesario (y es que cada cierto tiempo
buscar en la calle se vuelve muy necesario). Todo esto no obstante,
inmediatamente desde la segunda generación (con Sarita) encontramos que el
apoyo de algún tipo por parte del gobierno es buscado por algunos proyectos.
Esto no es algo con lo que coincidamos del todo en Kodama, ni con la idea de registrar
los títulos en órganos gubernamentales como el Instituto Nacional de Derechos
de Autor (INDAUTOR) en México. El carácter de nuestra cartonera no es
estrictamente anti-institucional (pues muchas de nuestras presentaciones son
promovidas o auspiciadas por instituciones como el Centro Cultural Tijuana y el
Instituto de Cultura de Baja California), aunque jamás hemos pensado en recibir
fondos de ningún tipo que no sean los nuestros propios. Creemos, como en el
caso de Mandrágora, en mantenernos de otros rubros, como la docencia y la
investigación, para financiar nuestros proyectos sin tener que rendirle cuentas
(al menos directamente) a las instituciones con respecto a nuestro quehacer
editorial. Pensamos que el financiamiento por parte del Estado a un proyecto
independiente hace que de manera gradual pierda su virtud de independiente
(económica, creativa o ideológicamente). Sin embargo, la participación en
canales de difusión institucionales (como los centros de cultura) es a veces
inevitable, incluso en lugares donde los artistas independientes y las
instituciones culturales están muy polarizadas, como en Tijuana.
Y
así como se le ha dado un peso implícito a lo que he denominado las
“genealogías cartoneras”, también es importante mencionar los antecedentes a la
cartonera misma. Cucurto concibe la idea al encontrar un libro de Juan Gelman
con portada de cartón corrugado, mientras que en México otra argentina, Elena
Jordana, emprendió una editorial que ahora podríamos llamar “proto-cartonera”,
llamada Ediciones El Mendrugo. Antes de escribir este texto no lo había pensado,
pero la numeración de nuestra colección
de antologías es muy parecida a la de los fanzines de los 80’s y 90’s en
Tijuana. En cierta medida, es importante también reconocer que la escena tijuanense
de fanzines a finales del siglo pasado (sobre la cual el difunto Rafa Saavedra
estaba escribiendo su tesis de maestría) también constituye un antecedente
imprescindible de la labor editorial que ha venido a hacer Kodama en la ciudad.
También el Proyecto Editorial Existir, de Gilberto Licona, había estado
haciendo desde hace muchos años lo que Kodama se propuso comenzar a hacer en
2010: publicar a los autores jóvenes más sobresalientes de Baja California, y
en su catálogo hay libros de Jhonnatan Curiel, Roberto Navarro, Adrián Volt,
Paty Blake, entre muchos otros. Antes del surgimiento de Kodama, integrantes de
Eloísa Cartonera vinieron a Tijuana en 2009, y realizaron actividades en el Cecut
y la UABC. Los integrantes de La Verdura también organizaron aquí
presentaciones de sus libros, ya que una de sus integrantes, Lulú Lecona,
creció y estudió en Tijuana. Sin embargo, Kodama es la primera editorial con
base permanente en esta ciudad.
III Procesos de producción en un colectivo
editorial independiente
En Tijuana, la
esquina noroeste de México, en la parte más norte de Latinoamérica, enmarcado
por dos fronteras (la de México con Estados Unidos y la de la Costa Oeste con
el Océano Pacífico), se encuentra localizado el proyecto editorial
independiente de Kodama Cartonera. No contamos con un local fijo; los libros se
producen en nuestras casas, en los talleres cartoneros que hacemos o en
sesiones especiales en la “cafebrería” El Grafógrafo, nuestro punto de venta local,
donde hacemos gran parte de nuestros talleres y presentaciones. Este centro
también cuenta con un sello editorial, El Grafógrafo Ediciones, con quienes
tuvimos la fortuna de colaborar a través de la coedición de Splendor, la obra reunida de Enrique
Verástegui, proyecto convocado por Yaxkin Melchy. El gesto cooperativo que
ofrecen las coediciones cartoneras fue inaugurado en México con el sexto libro
de La Cartonera Cuernavaca, un título de Mario Santiago Papasquiaro que fue
publicado simultáneamente por las otras seis cartoneras fundadoras de
Latinoamérica hasta ese momento (Matapalo no nacería sino hasta 2009). Muchas
son las editoriales independientes que han unido esfuerzos desde entonces; la
primera coedición cartonera de Kodama se realizó a partir de un proyecto de La
Verdura de la Ciudad de México quienes junto con nosotros y Cohuiná de Chiapas
lanzaron la antología de fronteras Norte/Sur.
También hemos colaborado con (H)onda Nómada Ediciones de la Ciudad de México en
la antología eSLAMex, con Tegus de
Puebla en El mar de las luciérnagas y
con 2.0.1.3 Editorial, El Grafógrafo Ediciones, La Ratona y Proyecto Literal en
Splendor.
El
rol del editor en la cadena de producción editorial ha sido cuestionado
empíricamente desde los proyectos cartoneros. Al leer el manifiesto de
Mandrágora, se deduce que las figuras del editor, el impresor y el librero se
acumulan en el integrante de una editorial cartonera. Se trata de una ruptura
de las relaciones verticales de jerarquización en la literatura en general, a
través de la acción directa del autor con su obra y el lector. En mi ideal de
taller cartonero, el autor participa en la manufactura de su propio libro,
aprende a imprimirlo, armarlo y distribuirlo; a su vez, tiene contacto con los
que serán su público inmediato, es decir, otros participantes del taller. Considero
que la figura del editor se ve efectivamente trastocada: vuelve a ser un personaje
multifacético que debe aprender, si no a dominar, por lo menos a conocer y
manejar diversos registros, habilidades y disciplinas. Siempre he dicho que una
cartonera podría ser hecha por una sola persona que escriba, transcriba,
diagrame, imprima, arme y pinte su propio libro (y bueno, el caso de Olga de
Chile lo comprueba). La integración de varios operadores multi-task en un mismo proyecto cartonero puede propiciar lo que
Manuel Castells denomina “la sociedad-red”, en la que cada nodo (o integrante)
aporta sus habilidades particulares y, si uno no puede desarrollar una acción,
hay otros que pueden finalizarla.
Desde
luego, en la práctica no siempre es así y la editorial continúa siendo una
mediadora con un peso muy importante entre público y autor. No obstante, la
noción de proyecto editorial abierto que propone la organización informal de
las editoriales cartoneras permite un nivel de colaboración que antes era, si no
imposible, por lo menos poco común. Uno de nuestros libros donde la
participación del autor ha sido más marcada es Ante ti se arrodilla mi silencio, del poeta y traductor neoyorkino
Jacob Steinberg. Con experiencia previa en la publicación de textos digitales,
como su monumental antología Cityscapes.
40 Contemporary Writers, Steinberg reunió a su propio grupo editorial,
conformado por el comité de Kodama y Marina Alessio, incluyó ilustraciones de
Walter Mackey, Cameron Guthrie y Alexander Gregory, así como un prólogo de
Mario Bellatin y una participación de Luna Miguel. Steinberg entregó el
producto el final listo para ser impreso, después de lo cual comenzó el proceso
de manufactura de los libros, que contó con ilustraciones de portadas
cartoneras por la artista rosaritense Mercedes Hoffmann.
Además
del caso de Steinberg, en Kodama se han dado otras interacciones muy
fructíferas entre los autores y los editores, entre la parte creativa y la
material de la producción editorial. Creo que los casos más representativos de
cómo se puede integrar un autor al proceso editorial son los de Mavi
Robles-Castillo, Estela Mendoza y Karen Márquez. Todas han sido publicadas en
nuestra colección Fuera de serie y habían presenciado los procesos que
llevábamos a cabo para terminar nuestras antologías, desde la conformación de
la convocatoria, determinar si ésta sería abierta o cerrada, hasta seleccionar
y organizar los textos. Mendoza y Márquez propusieron dos proyectos de
antologías que reflejaban en gran medida las preocupaciones temáticas y
teórico-prácticas de sus propias andanzas en el mundo de las letras. Mendoza
presentó Poesía para el fin del mundo,
que recopila a 37 autores de México, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador y
Perú, donde también participó Robles-Castillo en la edición. Por su parte,
Márquez unió esfuerzos con Abigail Rodríguez de Tegus y juntas dieron forma a El mar de las luciérnagas. Para
recopilar los textos que conformarían estas dos antologías se abrió una convocatoria
para cada una, con lo cual hemos tenido la oportunidad de ampliar el número y
variedad de propuestas literarias en nuestros títulos. Estas tres autoras han
aprendido a armar sus propios libros cartoneros y los adornan ellas mismas, con
lo que han dado un paso más allá dentro de la cadena de producción. Han
encarado sus proyectos editoriales con perspectivas novedosas y propositivas
con las que nos sentimos plenamente identificados. Por ejemplo, en una
entrevista radiofónica, Márquez hablaba de fomentar el espíritu creativo más
que la enseñanza de las reglas gramaticales del español, lo cual se ve
ejemplificado con el trabajo realizado en el marco de los talleres cartoneros.
Aunque
el diseño y la revisión editorial son muy importantes en la producción
editorial, en los talleres cartoneros se ejemplifica mejor el proceso colectivo
de creación: unos encuadernan los libros, otros pintan, otros más cortan
cartón, o simplemente se llevan el libro para leerlo. Cada quien participa en
la creación del libro de acuerdo con sus habilidades y preferencias. Desde la
experiencia de participar en la creación de El
mar de las luciérnagas he pensado que nuestros mejores receptores son los
niños y jóvenes, pues ellos participan de manera más activa en la manufactura
de los libros.
Muchos
de los participantes en el proyecto colectivo editorial de Kodama, ya sea como
autores o como editores, han emprendido proyectos editoriales más allá del
campo cartonero. Gidi Loza, diseñadora de las antologías Corto-teatro. Dramaturgia joven de Baja California y Memoria del 6º festival Caracol de poesía,
realizó junto con Sergio Brown una “alianza milenaria” que se cristalizó en la
conformación de la editorial audiovisual Piedra Cuervo de Rosarito, que en poco
tiempo ha publicado un impresionante catálogo que incluye a Lyn Hejinian,
Roberto Castillo, Amaranta Caballero, José Vicente Anaya, Yohanna Jaramillo,
Jhonnatan Curiel, Sidharta Ochoa, Maricela Guerrero, entre otros, y cuyos
libros tienen un cuidado que cruza los linderos del arte objeto. Néstor Robles,
quien diseñó nuestra colección Fuera de serie, así como la antología Escuela brasileña de antropofagia,
compilada por Sergio Ernesto Ríos, emprendió posteriormente el proyecto El Lobo
y el Cordero Ediciones, especializado en narrativa de ciencia ficción y horror.
Bajo este sello ha publicado antologías
como Desde aquí se ve el futuro,
coordinado por Pepe Rojo, así como los tres volúmenes de Cuadernos de sangre, ilustrados por Tala Wakanda, quien también
participó con Kodama en la portada de nuestra primera antología.
Adicionalmente, varios de nuestros autores han fundado proyectos editoriales
independientes, como Ojo de Pez de Patricia Binôme y Transtextual de Robles-Castillo, así como la revista artesanal P(r)oética de Jaramillo. No creemos que
estos proyectos sean producto directo de la participación de cada uno/a en la
cartonera, pues la ciudad tiene sus propias tendencias locales, sus propios
canales oficiales y alternativos de difusión, así como sus propios flujos
generacionales. Más bien celebramos que, en lugar de centralizar todos esos
proyectos en un solo órgano editorial, se fomente el contacto y la colaboración
con editoriales independientes en este contexto de proliferación artística,
social y cultural en Tijuana.
Las
generaciones mayores que no están familiarizadas con los proyectos cartoneros
suelen verlo como un proyecto a nivel extremadamente local, y en cierta medida
es cierto (Kodama busca promover principalmente a autores de Tijuana y Baja
California), pero el e-publishing nos
permite alcanzar a un público nacional e incluso internacional sin la mediación
del libro-objeto. Es así que aprovechamos dos tipos de distribución diferentes
y complementarios: la distribución personal y la participación en la elaboración
del libro (características de las cartoneras) por una parte, y por otra la
distribución a través de medios digitales (en la que todavía muchas editoriales
de Latinoamérica, independientes o más consolidadas, no se han adentrado
demasiado).
Como
colectivo fronterizo, en Kodama hemos podido observar cómo las agencias
literarias de Estados Unidos insertan al libro cartonero dentro de las ofertas
editoriales artesanales de dicho país (por ejemplo, la edición de Spork Press
de un nuevo libro de Brian Blanchfield, The
History of Ideas, 1973-2012). En muchas ocasiones, el enfoque de los
investigadores y los medios de comunicación se centra no tanto en el contenido
sino en el formato (el libro cartonero como un must en una biblioteca à la
mode). Esta fetichización tiene su origen en el formato mismo del libro
cartonero, y al final será lo que paralice su acción productiva, aunque el día
que eso suceda no puede fijarse ante el actual panorama.
IV Conclusión: algo más sobre las genealogías y
las reglas del juego cartonero
Al final de
este ensayo se muestra un esbozo de las genealogías cartoneras, pero una
versión más abarcativa del árbol genealógico cartonero mostraría más bien una
figura esférica o cónica, donde un punto inicial (Eloísa) ramifica en un número
indeterminado de extensiones a lo largo y ancho del continente americano y más
allá. En el presente esbozo se ilustra sólo un fragmento muy pequeño para
comprender algunas genealogías de las editoriales cartoneras mexicanas.
Así
como nadie es profeta en su propia tierra, es evidente que las genealogías no son
trazadas por los grupos con mayor antigüedad, sino por aquellos que desean
integrarse al campo y requieren para dicha cooptación una afiliación a alguna
rama generacional. El trazo de las genealogías cartoneras es la memoria de la
explotación de una idea en diversos países y contextos sociales. La sensación
sospechosamente natural de animadversión hacia “los recién venidos” debe ser
siempre cuestionada exhaustivamente, ya que cuando los de Eloísa decidieron no
reservar los derechos de autor del formato cartonero renunciaron a todo intento
por fijar la autenticidad de sus componentes a una forma particular y concreta
(la suya) de manufactura.
Quizás
no he insistido lo suficiente en que no es necesario asociar el reconocimiento
de las genealogías con el juego de jerarquías
“naturalmente” implantado en la dinámica de la distribución por
generaciones. Es decir, la antigüedad no debería ser un privilegio ni la
novedad un advenedizo: desde el principio, la gestación de las editoriales
cartoneras se desarrolló de esta manera. Y es que serán las editoriales
cartoneras que se forman sin rendir culto a Eloísa quienes más lejos llegarán
en las fronteras del libro cartonero, donde encontraremos los mejores ejemplos
en la historia de este campo.
Así como reducir las
posibilidades del spoken word a las
reglas del slam de poesía, reducir la
manufactura editorial a las cartoneras sería limitar nuestro rango de visión y
de comprensión. Ejemplos como el de 2.0.1.3, del co-fundador de Santa Muerte,
Yaxkin Melchy, demuestran que las editoriales cartoneras pueden ser un punto de
partida ideal para tendencias literarias emergentes, a través de ediciones
manufacturadas y que alcanzan un gran nivel de complejidad en su elaboración.
Lo más impresionante es que, con toda su fuerza de convocatoria, así como la
atención mediática y académica que ha recibido, el movimiento cartonero es
apenas la semilla de algo que de tan nuevo apenas se comienza a percibir: el
libro del futuro nacerá de las ediciones cartoneras [[R
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NOTA: este organigrama no pretende ser exhaustivo
y sólo busca ilustrar la naturaleza de las distribuciones genealógicas y
generacionales en el campo cartonero. Está basado en el artículo de Kunin, “Notes
on the Expansion of the Latin American Cardboard Publishers: Reporting Live
From the Field”, y fue actualizado
con información empírica de los integrantes de Kodama. |